Waterloo abonó el azúcar europeo
Un detalle que intriga a los historiadores de Waterloo es el destino de la masa descomunal de restos humanos que fueron entonces sepultados en tumbas precarias tras la batalla que decidió el rumbo del Continente y del mundo, porque mientras se sabe que un cuarto de millón de hombres de todas las nacionalidades europeas se enfrentaron de la manera más brutal en un área relativamente exigua ha sido difícil hallar las osamentas de los 40 mil muertos y un número incalculable de caballos que, literalmente, desaparecieron sin dejar traza alguna.
Fueron nueve horas, desde que el primer cañonazo resonó a las 11.45 de la lluviosa mañana del domingo 18 de junio de 1815 hasta la huida hacia París de un Napoleón humillado, en que dos enclaves de la planicie en la vecindad de Bruselas fueron disputados y cambiaron de mano con inaudito encarnizamiento mientras la artillería inglesa del duque de Wellington neutralizaba la carga de los dragones del mariscal Ney, invencibles hasta entonces.
Después, como Víctor Hugo novelizó con maestría, mientras los franceses errabundos eran cazados como conejos por los prusianos en los campos vecinos, se asistió bajo la luna llena al escenario habitual del espolio de los cadáveres, para despojarlos de uniformes, insignias doradas, dentaduras y sobre todo los zapatos, y, desde la mañana siguiente, a la inhumación de los infelices, en fosas comunes y con notable descuido, según verificarían los curiosos y visitantes que sintieron en sus narices la pestilencia.
Las impresiones de esos tempraneros visitantes alimentaron la investigación del profesor Tony Pollard, del Centro Escocés de Estudios de Arqueología de Guerra y Conflictos de la Universidad de Glasgow, publicada en el Journal of Conflict Archaeology, con la conclusión de que al menos una parte de los desechos se comercializó posteriormente como fosfatos fertilizantes para la industria azucarera en Bélgica e Inglaterra.
Que el auge del Imperio napoleónico coincidiera con el cultivo de la remolacha para reemplazar el azúcar de caña antillano incapaz de superar el bloqueo francés de las costas europeas sin que existiese el formidable recurso que significaría después el guano de las Islas Galápagos, explica la presteza y eficiencia con que se desarrolló el comercio de la abundante materia prima de la carnicería generada en los campos de Leipzig, Austerlitz, Wagram, y, finalmente, Waterloo, que algunos historiadores cifran en casi siete millones de víctimas.
Se calcula que más de un millón de bushels (alrededor de 42 toneladas) de huesos humanos y animales ingresaron después por el puerto de Hull a los potentes molinos de Yorkshire, que los granulaban y enviaban a Doncaster, uno de los mercados agrícolas más grandes de Inglaterra, donde los campesinos los adquirían para revigorizar sus sembradíos.
Un final paradójico que provocaría en 1822 el sarcasmo de un diario londinense contra la costumbre inglesa de enviar a sus jóvenes a combatir en guerras foráneas para retornarlos como fertilizantes y satirizar la deuda que guardaban los apacibles granjeros con los huesos de sus hijos al masticar el pan de cada día.
La abundancia y la calidad del producto prolongó su importación, en especial desde Hamburgo, incluso después de la aparición de los superfosfatos y el guano del Perú, mezclado con mandíbulas molidas de ballenas, con la lógica existencia de una red de agentes comerciales y proveedores locales, deseosos de deshacerse de la basura sepultada en sus terrenos.
Y al final del día, suena a ironía que los huesos de aquellos millones de pobres diablos cuya suerte se pasaba Napoleón por la entrepierna (de resultar auténtica una de sus fanfarronadas al ministro austríaco Metternich, propias más bien de un déspota oriental según Stefan Zweig) terminasen fecundando las lozanas campiñas inglesas para endulzar el te de la reina Victoria y consolidar el imperio contra el cual se estrellaron siempre los sueños de grandeza del corso aventurero.
Varsovia, octubre de 2022.
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