La inteligencia artificial, como el Tampax
Que es capaz de identificar el cáncer con precisión algorítmica y puede escribir un guión cinematográfico digno de todos los premios Oscar y reportajes periodísticos imposibles de distinguir de los que en su momento publicaron maestros como Pérez Reverte o Hemingway; predecir si lloverá o caerá granizo dentro de dos años o dónde golpeará el próximo tsunami, e incluso rescatar la Amazonia del desastre ambiental; son algunas de las centenares de aplicaciones que se atribuyen a la Inteligencia Artificial, ahora hasta en la sopa aunque comenzó a sonar desde hace medio siglo.
Tantas, en fin, que es difícil resistirse al papel de aguafiestas, recordando el chiste de las tres niñas que comparten sus aspiraciones navideñas: una muñeca prácticamente humana, un disfraz de odalisca oriental, y la tercera…un tampax! que, según proclama la publicidad televisiva, permitiría a la ingenua muchachita escalar montañas, bañarse en una piscina, montar a caballo y bailar sin temor a ruborizarse.
Y no sólo positivas, porque voces agoreras recomiendan poner en remojo las barbas de los trabajadores del conocimiento – escritores, arquitectos, abogados, ingenieros de software y actuarios- que serían desplazados por máquinas de eficacia decuplicada.
De allí el reclamo de doscientas notabilidades del jet-set informático de congelar durante un semestre las actividades vinculadas a tan diabólica invención, mientras se analizan sus derivaciones y se establecen reglas de juego para impedir lo que algunos vaticinan sería el fin del mundo.
No todos, sin embargo, porque el alemán Jürgen Schmidhuber, otro de los santones del fenómeno, se ha referido a la imposibilidad de frenar la competencia en curso entre industriales, gobiernos y universidades en una investigación que, salvo contadas excepciones, persigue hacer nuestras vidas más largas, saludables y placenteras.
“Las mismas herramientas que ahora se emplean para mejorar la existencia podrían caer en manos de actores perversos pero también podrían utilizarse contra ellos”, porque “la Inteligencia Artificial avanzará hasta superar la inteligencia humana y desinteresarse por nosotros mientras nosotros continuaremos beneficiándonos de los artefactos producidos por aquella”, ha afirmado, quizás con exagerado optimismo.
Al final del día, quizás sea más atinado el británico Geoffrey Hinton, con el prestigio de quien trabaja el tema desde hace cinco décadas, al reclamar el concurso de cerebros de todas las especialidades para debatir los aspectos éticos, señalando como fundamental el juego de poder que se esconde en la actual coyuntura tras el control de la información.
Que no es novedoso porque así lo proclamó el humanista Francis Bacon hace cinco siglos, pero sí agravado por la deriva totalitaria de la civilización contemporánea que afecta incluso a los países que considerábamos baluartes del liberalismo y la democracia y reaccionan ahora con igual ardor que los regímenes dictatoriales contra una tecnología que, tras los pasos de la internet, deja en manos corporativas y hasta de individualidades los flujos informativos; prácticamente fuera de control, para lo bueno y para lo negativo.
Su referencia a los anticuerpos que la amenaza nuclear estimuló en su momento en la comunidad internacional, para meterla en cintura y favorecer, paradójicamente, el periodo de paz más prolongado que jamás viviese la humanidad, es importante. A condición de asir al toro por los cuernos antes de que sus embistes contaminen todavía más un vecindario global necesitado de cordura.
Varsovia, mayo de 2023.
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