El dron nuestro de cada día
A la conseja que insistían en repetir nuestras abuelas, de que el matrimonio y la mortaja del cielo bajan, habría que añadir ahora los drones, el último grito de la tecnología que esparce sangre, dolor y lágrimas, pero, también, ciencia benefactora.
“Son aviones pequeños y baratos, adaptados de modelos civiles, cargados de explosivos, que están haciendo aún más dura la vida del soldado; pueden infiltrarse en las torretas de los tanques y en los subterráneos, merodean y juegan con su presa antes de entrar a matar y están infligiendo un duro golpe a la infantería y los blindados”, proclama un reportaje del ECONOMIST, que suena casi a oferta publicitaria.
Del arma que desde la invasión rusa del 2022 tiene en Ucrania su campo experimental, por su notable capacidad destructiva a un precio irrisorio, siendo comparada con la ametralladora Kalashnikov, que abarató la mortalidad en los campos de batalla, democratizándola, al poner su potencialidad asesina al alcance de grupos terroristas y gobiernos de escasos recursos económicos.
En Myanmar, refiere la prestigiosa revista, los rebeldes están fabricándolos en talleres artesanales con impresoras 3D, y los insurrectos hutíes de Yemen aprovechan kits iraníes a precio de gallina flaca para construir los misiles que mantienen en jaque el comercio que transita por el Mar Rojo.
Y, mientras tanto, en Ucrania, se contabilizaron en enero tres mil impactos de estos artefactos, ahora con una variante submarina, y, en un intento por liberarse de la dependencia exterior, el presidente Zelenski anunció la confección de entre uno y dos millones de ejemplares, para una novedosa Fuerza de Sistemas No Tripulados que en una sola semana del otoño destruyó 75 tanques y un centenar de cañones rusos.
Más allá de las barricadas, sin embargo, publicaciones científicas insisten en el aspecto positivo de drones a control remoto que pueden monitorear bosques, ríos, granjas y vida salvaje, más rápida y fácilmente y a menor costo que las observaciones convencionales de a pie o con balones, aviones o satélites, sugiriendo a los agricultores donde aplicar fertilizantes o pesticidas y aventurándose en zonas de desastre.
MORFO, por ejemplo, es una iniciativa de tres muchachos franceses para restaurar bosques destruidos en Guyana y Gabón por la industria minera, que desde sus oficinas en París y Rio de Janeiro han recuperado más de 1500 hectáreas de ecosistemas forestales de la pequeña república sudamericana.
Gracias a drones que, en primer lugar, analizan los suelos y determinan el tipo de vegetación más idóneo para restablecer la biodiversidad, bombardean después capsulas con un cocktail de granos, nutrientes, champiñones y bacterias cuyos efectos seguirán a lo largo de cinco a treinta años para asegurar la revitalización de esas zonas devastadas por la depredación humana.
900 millones de hectáreas suplementarias pudieran reflotarse en el planeta, conforme a un estudio de la universidad ETH de Zurich, y al horizonte de 2050 los jóvenes entusiastas de MORFO se han fijado una meta equivalente a la superficie añadida de Alemania y España.
De nuevo, una tecnología más barata está en la base de esos progresos, con fibras de carbono más resistentes pero de menor peso y baterías y sistemas electrónicos más pequeños y menos voraces en energía, dotados de sistemas GPS que facilitan y aseguran la maniobra.
Nubes de sensores –refiere NATURE– pueden desplegarse con cámaras de tres colores similares a los teléfonos inteligentes hasta sensores térmicos y sofisticados altímetros laser, y el procesamiento de algoritmos puede convertir secuencias de fotos en imágenes 3D y bancos de datos.
Un insólito avance, llamado a decuplicarse cuando la comunidad internacional logre fijar el cuadro legal del uso civil de los drones, objetos hoy día de rígido control en la mayoría de la Unión Europea, Canadá y los Estados Unidos mientras países como Cuba, Irán y Marruecos los prohíben absolutamente y otros como la India van abriéndose a cuentagotas en sectores muy específicos.
Varsovia marzo 2024.
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