Manolo Valero, fotógrafo
En Caracas, esta semana, falleció Manolo Valero, un fotógrafo excepcional.
“Así va la vida. Nada reemplazará al compañero desaparecido y es vano esperar cuando se planta un roble que muy pronto nos cobijaremos debajo de su follaje; nos enriquecemos, primero, plantamos durante años pero llegan los años cuando el tiempo deshace ese trabajo y deforesta. Uno a uno los camaradas nos retiran su sombra y a nuestros duelos se mezcla entonces el secreto pesar de envejecer”, escribió alguna vez Saint-Exúpery.
Tenía 72 años, fue uno de mis primos más entrañables y deja una obra vasta pero también, cruelmente, dispersa y fragmentaria, si se considera todo cuanto debieron haber producido su sensibilidad y el enorme talento heredado de sus padres: médico él, aficionado a la fotografía, y descendiente ella de una ilustre familia musical.
En sus años hippyescos, Manolo aprendió el abecé del oficio en una academia estadounidense y plasmó en sus trabajos iniciales su visión del coloso sacudido por la droga y la protesta juvenil contra la guerra de Vietnam, que él recorrió de arriba abajo al volante de su primer land-rover. Como el andariego infatigable que ya era entonces y siguió siendo hasta el revolcón definitivo y, desde luego prematuro, de la muerte.
Sensual, enamorado entre otras cosas de su país, dos temas atrajeron siempre su atención.
La naturaleza, que exploró por aire, tierra, río y mar y atesoró en radiantes imágenes del Avila, socio de su casa caraqueña, que no guardó secretos para su curiosidad; de la Gran Sabana, las playas orientales, los llanos y las montañas andinas; y la gente, sus niños y mujeres a las que se acercó jovial, optimista y afectuoso, en especial los pueblos indígenas que conoció en frecuentes incursiones por la selva guayanesa.
Y mientras tanto, porque había que subsistir, desarrolló una calificada labor de fotografía industrial, apoyado en la bonanza económica de tiempos que ahora parecen míticos y exigían mostrar el auge del sector petróleo nacionalizado, el complejo hidroeléctrico del Guri y la infinidad de logros que alguna vez nos hicieron creer que teníamos al porvenir agarrado por las barbas.
En el aire, quedaron, sin embargo, proyectos suscitados en los encuentros chispeantes y bien rociados que permitieron nuestras respectivas trashumancias y el desmadre nacional, que hubiesen ratificado su valía creadora: un circuito turístico por la isla que según Defoe cobijó la soledad de Robinson Crusoe; Cumarebo, exposición en Cataluña en homenaje a su gran amigo, el profesor Josep-María Cruxent, a quien secundó en sus búsquedas arqueológicas; un libro sobre las maravillosas maquetas del Musiú Jesús Ochoa, otro primo, arquitecto de fuste; un documental sobre la tribu negra de los Garifunas en la costa de Honduras, y un reportaje sobre el puente de Gustavo Eiffel que en ruta al Perú terminó enmohecido en las profundidades del macizo guayanés.
Amiguero, exuberante y gitanesco, seguramente hubiera sido demasiado exigir mayor empeño en cualquiera de las ideas que brotaban sin cesar del entusiasmo vital del compañero que nos hará mucha falta.
Varsovia, abril de 2024.
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