VIVIR CON EL AGUA AL CUELLO
Cuando se ha vivido durante siglos a seis metros bajo el nivel del mar, se desarrolla el agudo sentido de vigilancia que atrae hacia Rotterdam las de delegaciones de lugares tan distantes como Jakarta, New York y Ho Chi Minh City, interesadas en adquirir un know-how de alta tecnología en gerencia de las aguas.
Los Países Bajos no pueden darse el lujo de creer, como el presidente estadounidense, que el cambio climático es una falsedad científica acuñada por los enemigos de su país, ni sentarse a esperar, como cualquier republiqueta bananera, no importa cuan revolucionaria, a que, año tras año, los aguaceros estacionales paralicen su capital.
Y, por eso, refiere el NEW YORK TIMES, un pueblo práctico como el holandés, decidió controlar las inundaciones que produjeron casi dos mil víctimas en 1953, mantiene un férreo control sobre las mareas oceánicas y el curso de los ríos que atraviesan al puerto más importante de Europa y ahora saca beneficio del esfuerzo mediante contratos de asistencia técnica con el mundo entero.
En Bangladesh, por ejemplo, la experiencia holandesa ha hecho posible reducir la tasa de mortalidad ligada a los monzones que golpean en la temporada lluviosa.
Se trata, en resumen, antes de combatir inútilmente contra las aguas, de permitir su flujo hasta lagos, parques, plazas y garajes que, junto con hacer más agradable la vida de los ciudadanos, se transforman en gigantescos reservorios cada vez que la madre naturaleza se desmelena.
Es algo que se refiere, también y, sobre todo, al tejido social y por eso las autoridades de Rotterdam se preocupan por el mejoramiento de los barrios y el adiestramiento de los vecinos para reaccionar con eficacia –siguiendo el ejemplo japonés ante una sismología endémica- a las calamidades que, de todas maneras, continuarán haciéndose presentes.
El parque de Endragtspolder es ejemplar, porque sus 11 hectáreas de prados y canales sirven al esparcimiento y los deportes acuáticos pero, también, es el reservorio del río Rhin, que suele desbordarse una vez cada diez años.
La solución, una vez más, surgió del sentido común de los holandeses, porque antes que la alternativa de erigir muros cada vez más altos, como los que ambiciona el señor Trump para aislar a su país, optaron por un enfoque integral que sumó a los grandes diques y barreras marinas una filosofía total de planeamiento espacial, gerencia de crisis, cursos de natación infantil obligatorios, aplicaciones de GPS y espacios públicos.
“El cambio climático, para nosotros, está más allá de la ideología”, afirma el alcalde Ahmed Aboutaleb, musulmán, de origen marroquí, que aspira crear una ciudad más sana, atractiva y menos dividida, más capaz de hacer frente a las tensiones ambientales, añadiendo de paso un argumento al objetivo de Holanda de organizar las Olimpiadas del año 2028.
Ante la amenaza siempre latente de las aguas, Rotterdam tiene que devenir inteligente porque es intolerable aceptar la vulnerabilidad de los sistemas que regulan las barreras, puentes y aliviaderos que, simplemente, significaría el colapso de la ciudad.
Pieza clave del esquema es el Maeslantkering, a media hora de la ciudad, en la boca del océano. Un gigantesco dique que permite el intenso movimiento hacia y desde el puerto, que no ha sido utilizado jamás desde su construcción, hace veinte años, pero, porsilasmoscas, es objeto de pruebas periódicas, para prevenir la repetición del Desastre, como los holandeses llaman la catástrofe de 1953.
La protección del puerto es vital porque noventa mil de sus 600 mil habitantes trabajan en él y otros noventa mil están empleados en actividades vinculadas, en cinco refinerías y una colosal planta energética a base de carbón que, por razones ecológicas, las autoridades sustituirán con inmensas granjas eólicas en el Mar del Norte y estrategias para obtener calor a base de petróleo para calentar invernaderos, gracias a los cuales exporta Holanda cien millardos de dólares anuales en productos agrícolas.
Para eso está el Maeslantkering, una monumental barrera computerizada, cuyos dos brazos, a cada lado del canal, tan altos y el doble de pesados que la Torre Eiffel, deben funcionar impecablemente, con un sistema informático cerrado para impedir cyberataques, monitoreando minuto a minuto el nivel de las aguas.
Mientras existe, en la propia ciudad, una red de innumerables fortalezas de diferentes tamaños, entretejidas en calles y plazas, que no sólo detienen las aguas sino que se integran a la vida cotidiana con centros comerciales y espacios de recreación.
Rotterdam es un lugar rebosante de iniciativas. Como una flotilla de drones movidos con energía solar que recogen la basura plástica del océano y un muelle, en pleno centro, que exhibe tenderetes de comidas artesanales, una academia de circo y un museo de flippers, mientras un empresario se propone crear una cadena de lecherías flotantes, un poco a la manera de las chinampas aztecas, para reducir el flujo de camiones que suministran los alimentos pero contaminan el ambiente.
En síntesis, Rotterdam aspira erigirse en modelo de urbanismo creador, superando situaciones que sus funcionarios hallan absurdas, como la impreparación que New York presenta hoy después de sufrir los embates del huracán Sandy.
Los lugares con mayor densidad de población y con más que perder económicamente deben recibir una protección reforzada. Es el mantra de los holandesas que han sido capaces de colocar la adaptación al cambio climático en el centro de la agenda pública, sin sufrir desastres durante muchos años, mostrando los beneficios del mejoramiento de los espacios públicos y el valor económico agregado de invertir en la resiliencia.
Está en los genes de esos industriosos holandeses, no como un amasijo de represas y diques, sino como una forma de vida.
Varsovia julio de 2017.
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