Una revolución : el biohacking
Miramundo por Gabriel Rumor, corresponsal internacional
¿Por qué pagar 400 euros por un examen de ADN de un producto si el mismo trabajo de igual calidad puede costar sólo tres en un laboratorio que opera según el principio del biohacking, cada día más extendido en la cultura occidental ?
Por qué, si puede aprovecharse equipos de segunda mano o rescatados de otros laboratorios para instalar formidables empresas de coworking comunitario y colaborativo, abiertas a todos, que significan a la investigación científica lo que los piratas al diseño o los hackers a la informática.
Y no se trata de algo ilegal sino más bien de una contra-cultura, como el centro de La Paillase, en París, que recibió la primera visita de la nueva alcaldesa Anne Hidalgo, o su equivalente en Austria, el Open Lab, que funciona con el beneplácito de las autoridades.
El matutino Bilan de Ginebra dedica un amplio reportaje a este nuevo fenómeno que cuenta ahora con su referencia en Suiza, el Hackuarium, instalado provisionalmente en un garaje de Lausanne, llamado a tener amplio éxito dada la presencia de numerosas e importantes empresas científicas en la parte francesa de la Confederación.
El biohacking –precisa Wikipedia- se identifica en gran medida con las ideologías del transhumanismo, es decir la creencia en que es posible y deseable alterar fundamentalmente la condición humana con la tecnología, para engendrar un ser post-humano superior, y del biopunk, que reclama el libre acceso a la información genética y proclama el potencial liberador de un desarrollo tecnológico auténticamente democrático.
Es un movimiento que nació apenas en 2008 en Boston, como resultado de concursos de biología sintética, organizados por el MIT, para que los estudiantes jugasen al bricolage con componentes genéticos, y cuando Tito Jankowski, uno de ellos, constató que su proyecto de microorganismo modificado genéticamente para detectar el plomo en el agua no era factible fuera del ámbito universitario, decidió construir su propio instrumental, y así nacieron laboratorios autónomos como Genspace en Nueva York o Biocurious en San Francisco.
Sólo sería cuestión de tiempo para que un colega francés, frustrado por no poder realizar sus propias ideas en un marco institucional de excesiva rigidez, descubriera tal híbrido de ciencia ciudadana y empresariado y fundase La Paillase en los suburbios de París, para cerrar el abismo entre la biotécnica y el hombre de a pié.
Uno de sus primeros logros fue secuenciar el genoma del bio-ink, una tinta biológica que se cultiva ella misma a voluntad a partir de una bacteria, conocida después de decenios por producir un pigmento azul sin que científico alguno se interesase por su color.
Su utilidad comercial surgió de la colaboración entre biohackers y diseñadores para producir bolígrafos, un proyecto pionero que guarda un potencial enorme en la medida que las grandes corporaciones que cuentan con sus propios equipos de diseño, se interesen por la creatividad de los creadores intrusos.
Y, sobre todo, concluye Bilan, si la cultura de protección de las patentes de aquellas encuentra un campo de colaboración con la libertad de acceso a los conocimientos de estas últimas.
Varsovia mayo 2014.
Leave a Comment