Una luna sin poesía
“!Huye, luna, luna, luna…!”
Lástima que nuestro satélite haya ignorado la advertencia del poeta granadino, porque no son propiamente gitanos quienes llegan ahora para hacer de su corazón “collares y anillos blancos” sino industriales y generales en busca de recursos naturales y atalayas estratégicas para sus guerras futuras.
Lo primero, porque de ser cierta la teoría de que la Luna resultó de una colisión de la Tierra con otro planeta que le arrancó un fragmento tan romántico, debería albergar idéntica riqueza mineral. E incluso más. Porque, como Borges escribió alguna vez, “la luna de las noches no es la luna que vio el primer Adán” y permanece aún prácticamente virgen, a excepción de las rocas que de allá trajeron unos pocos astronautas.
Eso y vastas masas de agua congelada, además de la energía que acumula del sol, la convierten en un manjar para la codicia, a condición de resolver el pequeño detalle de su trasporte hacia nuestro planeta o la implantación de colonias humanas en un ambiente sin atmósfera y variaciones climáticas extremas.
Pero sobre todo, el hombre, que desde los albores de la civilización prefirió, antes que colaborar con el vecino, fastidiar su existencia, tiene claro que desde allá arriba podría dominar mejor acá abajo, utilizando la energía solar para, literalmente, disolver a sus enemigos terráqueos. O escondiendo armas nucleares, a fin de proteger las instalaciones mineras y las plantas industriales que en un futuro no lejano arruinarán a la pobre luna con la saña que ya conoció este valle de lágrimas.
China es un protagonista de la competencia, con el proyecto Lanyue –por Abrazando la Luna, de intención geopolítica y tintes poéticos, pues aparece en un poema del chairman Mao- para sembrar una pareja de astronautas y un vehículo en la erosionada superficie al horizonte de 2030, mediante el cohete Larga Marcha 10 de 26 toneladas.
En rivalidad, por supuesto, con los Estados Unidos, que opera bajo un esquema novedoso de cooperación estatal y privada, cuyo primer intento, el Peregrine Lunar Lander se saldó en enero con un fracaso por una fuga de carburante que obligó a suspender la travesía y hundirlo en el océano Pacífico.
Construido por la empresa Astrobotic Technology, su objetivo era implantar el primer artefacto, desde el módulo tripulado Apollo 17 en 1972, con cargas ligeras de hasta 100 kilogramos, en un cambio de filosofía de la NASA para abaratar costos y compartir el esfuerzo con empresas como Blue Origin y United Launch Alliance, que no tardará en ser emulado por la Agencia Espacial Europea.
Bien lejos están los tiempos de la Guerra Fría, cuando Washington y Moscú se enfrascaron en una febril y altamente publicitada carrera cósmica tras el vuelo de Gagarin, porque además de China, también la India, Irán, Israel y los Emiratos Arabes Unidos pujan por ingresar al selecto club de las potencias espaciales y compartir la explotación industrial de nuestro satélite.
Un enfoque similar al que, en los albores de su exploración, permitió delimitar áreas en la Antártida para los numerosos estados interesados en desentrañar sus enigmas, sería ahora la lógica solución, fijando, además, áreas históricas, patrimonio de toda la humanidad.
Sin mencionar que alguna respuesta debería elaborarse para el escenario, hasta ahora exclusivo de la ciencia-ficción, de que otra civilización avanzada del cosmos apareciese reivindicando sobre nuestro satélite sus propios derechos. Por la razón o, lo más natural, por la fuerza.
Varsovia, abril de 2024.
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