Un meteorito en el futuro
Eramos mucho, y parió la abuela…. como si no bastasen la invasión rusa a Ucrania que nos mantiene al borde de la tercera y definitiva guerra mundial, la reactivación del Covid-19 que pareció sucumbir a las vacunas… y una nueva eliminación de Italia del campeonato futbolístico mundial, planea ahora la amenaza de un monstruoso meteorito.
Y no se trata de los 27 mil satélites, fragmentos de cohetes y la variadísima gama de porquerías de tamaño susceptible de ser captadas por radar y que despojan al cosmos de cualquier poesía, sino de un gigantesco peñón que nos borraría del mapa con la misma contundencia que acabó alguna vez con los imponentes dinosaurios.
A eso se refiere la visita que Jorge Cham y Daniel Whiteson realizaron al Centro de Estudios de Objetos Próximos a la Tierra (CNEOS)dependiente de la NASA, en Pasadena, California– incluida en su libro Frequently asked questions about the Universe– cuya única misión es prevenir la total aniquilación de la raza humana tras chocar con una objeto espacial; inspirada, quizás, en Miguel Servadac, el personaje de Julio Verne, que cabalgó por el cosmos en el trozo del planeta desprendido por la colisión con un meteorito que lo reintegraría al mismo lugar, sin un rasguño, dos años después de su extraordinaria aventura.
Le ha tomado al instituto varias décadas de duro trabajo la elaboración de una base de datos de las rocas que giran en torno a la Tierra, afortunadamente en cantidad inversa a su volumen, porque es menor el riesgo y prácticamente nulo el efecto del medio millar de un tamaño de un metro en promedio que nos golpean cada año.
En cambio, decenas de millones de rocas de cinco metros chocan cada lustro y un millón de rocas superiores a veinte metros cada medio siglo, y como cualquiera de ellas bastaría para acabar con la humanidad, es vital entonces ejercer permanente vigilancia.
Sabemos por dónde anda el 90% de las rocas enormes en el sistema solar, mientras el diez por ciento restante se oculta en la inmensidad estelar, pero lo que más preocupa a los científicos son los cometas, esas enormes masas de hielo y piedra que evolucionan hacia el Sol en órbitas gigantescas desde la nube de Oort, la región más distante de nuestro sistema y, además de que pueden tardar cientos o miles de años antes de ser detectadas, adquieren velocidades más intensas que los asteroides, dejando un tiempo brevísimo para armar una respuesta.
Aunque es remota la posibilidad de colisión, el monumental impacto del cometa Shoemaker–Levy 9 en 1994 contra Jupiter, convenció a la NASA de la seriedad del problema y comenzaron a barajarse acciones susceptibles de competir con las películas de Hollywood.
Por ejemplo, desviándolos, mediante cohetes o sembrando en su superficie un robot que al horadarlo como si fuese un gruyere alteraría su trayectoria; calentándolos con lasers gigantescos para vaporizar las rocas, sacándolos de la órbita terrestre, o, más ingenioso aún, derritiéndolos con lentes y espejos que concentrarían la luz solar; sin olvidar, claro está, la opción de reducirlos a guijarros con una carga nuclear.
Soluciones, en fin, que huelen a fantasía y descansan, según los expertos del CNEOS en el único factor de la detección temprana.
Varsovia, marzo 2022
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