Músicos en la naturaleza
MIRAMUNDO por Gabriel Rumor
Cuentan que Jan Sibelius amaba a tal punto la naturaleza hasta afirmar que su sexta sinfonía le recordaba siempre el olor de la primera nevada, y fue en su refugio boscoso de Ainola, cercano a la capital, donde escribió los primorosos poemas sinfónicos que los finlandeses continúan reverenciando como himnos nacionales.
Una circunstancia digna de evocarse en estos tiempos convulsos donde el ambiente ocupa la atención de los medios; por una conferencia más, en El Cairo, que viene a sumarse a la modalidad de eco-turismo diplomático sin resultados tangibles y las acciones de grupos eco-tremendistas que han convertido a las galerías artísticas en rehenes de sus torpes iniciativas.
Se soslayan, en cambio, aportes auténticamente efectivos, por ejemplo de músicos de renombre internacional, a la salvación del planeta.
Como la donación a Legambiente –la ong proteccionista más importante de Italia- que la familia del maestro Claudio Abbado ha realizado de ocho hectáreas en Alghero, Cerdeña, entre las playas de Bombarde y Lazzaretto, para dedicarlas a la investigación botánica y programas ecológicos que alternarán el trabajo de campo con la docencia en cursos de periodismo ambiental.
Abbado, que bajo el oficio musical animaba según su hija un alma de jardinero, compró en 1992 ese pestilente descampado playero del cual hubo que retirar toneladas de basura y someterlo a purificación antes de reforestarlo con miles de plantas endógenas del Mediterráneo.
Así se perpetuará la memoria de un artista de bondad inagotable e infatigable energía, responsable de numerosas iniciativas en su Italia natal y el mundo entero, colaborador de empresas culturales e impulsor de jóvenes talentos, incluso en los últimos años cuando tuvo que luchar con el cáncer que finalmente acabó con su existencia.
Bajo su batuta, precisamente, entre otras, inició su carrera la talentosa pianista francesa Helene Grimaud, nacida en Aix-la-Chapelle en 1959, cuyo frágil exterior esconde un apasionado temperamento centrado en el romanticismo alemán, que después de su instalación en los Estados Unidos halló vía de expresión en una fundación de protección a los lobos, con sede en el estado de Nueva York.
Nada más apropiado para una artista que concibe la soledad de su instrumento como “un león en la sabana, noble y solitario” y encara la música clásica por los riesgos que implican “aventura, emoción e instinto”, en la senda trazada por pianistas vigorosos como Glen Gould, Richter, Argerich y Barenboim.
Su dedicación es todo menos hobby, porque con energía intenta desmontar la leyenda negra de esos hermosos animales y aprender a conocer a otro ser en sus propios términos como “una lección de humildad basada en escuchar, prestar atención y ser consciente” en una interacción plenamente física, intelectual emocional y espiritual.
Son experiencias plasmadas en su autobiografía Variations sauvages y en Lecons particulières, donde reflexiona sobre el sentido de la vida y, a partir de su propia danza con lobos, exhorta a preservar una especie víctima de la mala fama salvando su hábitat y la salud del ecosistema.
Finalmente, al otro lado del océano, en Luslawice, cerca de Cracovia, está abierto al público el vasto jardín de 30 hectáreas que Krzysztof Penderecki consideraba como la culminación de un sueño infantil, con dos mil especies que el compositor recogió durante sus giras por los cinco continentes; tan exóticas y variopintas como un gingo biloba, un arce canadiense, una sequoia gigante y varias plantas chinas en riesgo de extinción.
Algunos hablan de esta maravillosa creación como la sinfonía cumbre del maestro que, a su vez, ponderaba su fuerza alegórica en la creación musical, pues, según decía, los árboles enseñaban que una obra de arte no puede considerarse como tal sin estar profundamente enraizada en la tierra y en el cielo.
Un jardín de estilo italiano con un roble de 250 años y otro japonés se combinan con un intrincado laberinto de tres kilómetros confeccionado con 14 mil carpinus que el maestro halló en un libro antiquísimo y consideraba un símbolo del arduo proceso creativo.
Cuando Penderecki y su esposa lo compraron en 1974, carecía de vegetación y estaba en ruinas la mansión del siglo 18 que debió someterse a una laboriosa restauración antes de devenir el lugar ideal para sus paseos alborales y de inspiración para una obra indudablemente monumental, que donó al Estado polaco un año antes de morir y sigue irradiando como un moderno centro musical para jóvenes talentos que lleva su nombre y una sala de conciertos de 650 puestos por donde desfilan ahora las figuras mundiales más destacadas.
Varsovia noviembre 2022.
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