Henry Bergh, defensor de la fauna
Una nueva biografía de Henry Bergh ha devuelto a la palestra al creador de la Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad a los Animales, en 1886, enfrentando el olímpico desprecio que la conquista del Oeste exhibía hacia la fauna del coloso que entonces comenzaba a erigirse al Norte de nuestro hemisferio.
La violencia del combate para domeñar las vastas praderas, los ríos turbulentos y las montañas rocallosas y, por supuesto, a los pueblos aborígenes, no dejaba precisamente mucho espacio para apiadarse de los caballos y los bueyes que echaban el bofe, literalmente, acarreando las caravanas ni por los gallos y los perros cuyas peleas servían de distracción a los rudos expedicionarios.
Tampoco, a la acción del muchacho nacido en 1813 en una riquísima familia de New York, que con la herencia se dedicó a la poesía e ingresó en el servicio exterior durante la presidencia de Abraham Lincoln, fue enviado a la Rusia zarista y, horrorizado por las corridas de toros durante unas vacaciones en España, renunció a la carrera diplomática para consagrarse a defender a quienes calificó de “silenciosos servidores de la humanidad”.
El modelo de la Sociedad por su amigo, el Earl de Harrowby en Inglaterra, inspiró entonces su Declaración de los Derechos de los Animales, que auspició la creación de una agencia con agentes públicos autorizados para castigar a los infractores.
Para los caballos creó Bergh la primera ambulancia e incluso una grúa que permitía extraerlos de pozos y excavaciones, amén de bebederos públicos para saciar su sed.
Bergh fue más lejos, todavía, instituyendo blancos artificiales en lugar de los pichones sacrificados en las competencias de tiro, combatiendo la vivisección en laboratorios, estimulando el registro de las mascotas domésticas, protegiendo al ganado en el transporte interestatal, y, como la guinda del pastel, promoviendo en 1874, en New York, la Sociedad contra la Crueldad Infantil.
Fue una pelea nada académica, porque junto al apoyo de figuras de la talla de la escritora Louise Marie Alcott y los poetas Emerson y Lonfellow, golpeaba intereses como los de Barnum, el mitológico empresario circense, que promovió una virulenta campaña de desprestigio.
Y, sin embargo, convencido de sus argumentos, fue uno de quienes cargaron el ataúd del filántropo en su funeral en 1888.
Ernest Freeberg, historiador de la Universidad de Tennessee, le ha dedicado un libro de indudable actualidad, porque si el panorama no es ya tan obscuro como en los tiempos de Henry Bergh, subsisten manchas en el planeta de crueldad y abusos contra los animales, que exigen proseguir la generosa cruzada donde invirtió buena parte de su fortuna.
Inspirados en su hermoso concepto de que “la bondad con los animales significa bondad hacia la humanidad”.
Varsovia, enero 2022
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