En Hawaii, el infierno
El desastre natural de Maui es de tal magnitud que podrían perdonarse las especulaciones asomadas por amigos de insospechable cordura: desde el rayo de origen misterioso, digno de Julio Verne, que habría sembrado la destrucción, hasta una conspiración de potentados como el ex-presidente Obama, Hillary Clinton y, ¡faltaría más! el infame Bill Gates a quien no se le perdona la fortuna, para proteger sus fastuosas propiedades, desviando la candela hacia los barrios más modestos de la isla hawaiiana.
Lahaina, la capital del reino instaurado por Kamehameha I hacia 1810, ha seguido engrosando la estadística macabra –sobre todo de ancianos y mascotas- y, aunque oficialmente continúan bajo investigación las causas del fuego, es razonable aceptar que concurrió una conjunción tan excepcional de circunstancias que no hubiese podido orquestar ni el más siniestro de los taumaturgos.
Una primera víctima ha sido la imagen idílica de ese rincón del Pacífico, acuñada por la publicidad y el cine, de un paraíso que nunca existió porque, según escribe un testigo local, desde que sus ancestros tocaron tierra allí por primera vez las islas han sido devastadas por huracanes, tsunamis, terremotos y volcanes que sepultaron pueblos enteros.
Pero un incendio como éste ha sido un fenómeno inédito, pues la canícula que afecta con regularidad a Lahaina –“sol cruel”, en idioma hawaiano- fue particularmente severa este año y la sequía coincidió con un astro excepcionalmente reverberante y ráfagas superiores a los 108 kilómetros por hora, derivadas del huracán Dora que pasó al sur a cierta distancia.
Mientras tanto, al norte se formaba una zona de alta presión y aire de inusitada sequedad, intensificando la evaporación de terrenos que alguna vez fueron cultivos y ahora, abandonados, albergan densos pastizales ideales para la propagación veloz de los incendios con el auxilio de la topografía local.
Ningún ser humano hubiese podido armar un desmadre de semejantes dimensiones, pero sí contribuir a su nivel apocalíptico. Como el burócrata estatal a cargo de las emergencias, que ha debido renunciar por su torpe decisión de mantener callado el sistema de alarma destinado a los tsunamis e improvisar una evacuación que algunos califican de caótica.
Topes de un iceberg de imprevisiones más propias de una republiqueta caribeña, auspiciada por la explotación turística, responsable del 80% de los ingresos, y la voracidad de los urbanizadores.
En el primero de los casos, la necesidad de mantener las piscinas y la lozanía de los campos de golf que atraen a visitantes que dejan 5.7 millardos de dólares anuales, mermó los recursos hídricos que ahora hicieron tanta falta mientras las llamas engullían más de trece kilómetros cuadrados cuya restauración de estima superior a los 5.5 millardos de dólares y constituyen apetecible señuelo para los especuladores.
Los mismos que se apresuraron, mientras todavía humeaban los tizones, a ofrecer precios de risa por sus lotes a los infelices que perdieron todo en la catástrofe, forzando a las autoridades a desafiar la legislación y decretar de emergencia una moratoria a las transacciones de bienes raíces.
En tiempos electorales, era inevitable la politización que obligó a la visita del presidente Biden, ofreciendo solidaridad y fondos para la reconstrucción. Que se anuncia costosísima, porque el drama ha puesto de relieve la vetustez de la infraestructura urbana donde los pilares de transmisión eléctrica colapsaron bajo el viento y contribuyeron a la violenta expansión de las llamas.
Y, sobre todo, porque ha expuesto los riesgos de una economía sometida a las exigencias del turismo a niveles que muchos residentes denuncian como excesivas.
Varsovia, agosto de 2023
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