Drones: la guerra del futuro
La guerra desencadenada desde marzo por la invasión rusa a Ucrania contiene idénticos elementos a todas las guerras que el mundo han sido, pero también aspectos inéditos que la convierten en un acontecimiento novedoso y, por eso, de difícil comprensión.
Asistimos, como es costumbre, a la continuación de una anterior –en este caso, la Segunda Guerra Mundial- encendida por los tizones que entonces quedaron por sofocar y generaron, ya en 1948, el inicio de la Guerra Fría con el bloqueo de Berlín, las guerra de Corea y Vietnam y las luchas descolonizadoras del llamado Tercer Mundo.
Al mismo tiempo, es el laboratorio de las guerras venideras. Porque al igual que la Guerra Civil española fue el campo experimental para la conflagración que arrancaría en septiembre de 1939, mientras los cañones aún humeaban en los frentes de Castilla, la crisis desatada en marzo pasado permite someter a prueba armamentos de última generación.
Entre ellos los drones, pequeños y mortíferos y, sobre todo, económicos y tan fáciles de manipular como cualquier video-juego infantil.
¿Arma del futuro o de un presente que obligaría a declarar obsoletos los prototipos primitivos, una vez verificadas sus limitaciones, y apurar el lanzamiento de modelos aún más destructivos?
Para responder la cuestión, publica The Atlantic un estupendo reportaje de esa modalidad de guerra ultramoderna cuya acta de nacimiento sitúa el 29 de octubre, aunque se emplease desde el mero comienzo, cuando dieciséis drones ucranianos, nueve aéreos y siete submarinos, atacaron una flotilla rusa cerca de Sebastopol y provocaron una retaliación con drones iraníes sobre acueductos e instalaciones eléctricas en diversos rincones de Ucrania.
Un portavoz del gobierno de Kiev ha cifrado en 70% el número de objetos interceptados pero los restantes han sido responsables de severos daños a la infraestructura, porque su acción asemeja a una bandada de aves conducida por una suerte de guía inteligente a una altura lo necesariamente rasante para, precisamente, confundirse con aquellas en los radares.
Esas nubes evocan las evoluciones de estorninos en un cielo veraniego pero hasta allí llega la analogía poética porque, como refiere un experto, se trata de un arma devastadora donde cada individuo del enjambre tiene su propia inteligencia y se comunica con sus compañeros para afinar su posición y advertir de los peligros potenciales a fin de efectuar la finta apropiada, evadirlos y recomponer la ruta hasta el objetivo.
Los drones que ambas partes han desplegado en Ucrania son capaces de realizar ese trío de maniobras –separación, alineación y reorganización- pero según afirma la revista, se hallan distantes todavía de alcanzar el máximo potencial de una pesadilla que está, sin embargo, a la vuelta de la esquina, por el empeño que los laboratorios bélicos imprimen a sus ensayos bajo la presión de de los combates y el señuelo comercial aunado a la competencia.
Y es que junto a Rusia, los Estados Unidos, China e Israel, los fabricantes en Turquía, Irán, la India y ambas Coreas se hallan enfrascados en un pugilato digno de mejores fines por un mercado multimillonario que rebasa la frontera ucraniana.
Porque, y esto es lo más ominoso,la clientela no se limita a los estados y grupos terroristas también han captado los alcances de tales aparatos, más baratos que un misil balístico o un avión de combate ultra-sofisticado, para sus acciones en cualquier rincón del planeta y no importa contra cuál objetivo, sea un vuelo comercial o un edificio tan emblemático como lo fueron las Torres Gemelas de New York.
E incluso personalidades enemigas, tras la senda abierta en estos últimos años, justamente, por los servicios secretos estadounidenses.
Es un escalofriante escenario de indefensión de no importa cual objetivo ante ejércitos robóticos, que motiva por ahora a los autores de ciencia-ficción pero que pronto estará en la información cotidiana; por la simple razón de que el producto de una tecnología, cuando se alcanza su dominio, tiene que utilizarse, para liquidar a un adversario político o neutralizarlos controles del portaaviones más todopoderoso, dejándolo a la merced de un ataque con municiones más devastadoras.
Y ni hablar del uso en el campo de batalla de drones absolutamente autónomos, libres de limitaciones humanas, que pueden ser contrarrestados sólo por piezas de similar complejidad, que aceleraría la carrera armamentista al incrementar la producción de artefactos más dañinos a menor costo unitario.
Es una espiral lógica que ha obligado a Ucrania a proveerse de drones lituanos para embrollar los controles de los iraníes que suelen anunciarse por el ruido y sucumbir al fuego de las ametralladoras convencionales, más económicas que los misiles, y estimulado al Pentágono a desarrollar un sistema de pequeños aviones sin piloto que harán aún más prósperos a los grandes contratistas.
En síntesis, resultan de escasa utilidad las lágrimas del papa Francisco ante este conflicto en el mero corazón de Europa que expresa las atávicas rencillas del Viejo Continente y sirve de tenebroso laboratorio, al costo del sufrimiento de un pueblo al que la guerra zarandeó ya tantas veces en el curso de la historia.
Varsovia, diciembre de 2022.
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