Crece el fraude científico
La revista Science recoge la sorprendente denuncia del neuropsicólogo Bernhard Sabel de que fue forjada o plagiada una tercera parte de los cinco mil textos de documentación científica publicada en 2020; bien por encima del nivel registrado diez años antes y desde luego mucho mayor que el 2 % estimado por un grupo privado de editores.
Nada que no se supiera en el circuito profesional: que las publicaciones especializadas sufren el asalto de una creciente marea de trapiches informativos en complicidad con intereses comerciales, de autores que emplean direcciones de internet privadas y no-institucionales o se escudan en la afiliación con alguna firma hospitalaria sin que se cuente con los controles suficientes para hacerles frente.
Se trata de materiales con texto, datos e imágenes parcial o totalmente usurpadas o fabricadas por firmas fantasmas, refrendadas a menudo por lectores inescrupulosos o superficiales; un fenómeno que no es nuevo bajo el sol pero que se magnifica ahora por el tsunami de la ubicua inteligencia artificial, y en especial el travieso ChatGPT que tiene en ascuas al mundo intelectual y académico.
La respuesta, según la prestigiosa revista, comenzó a elaborarse en abril, de los 120 miembros de la Asociación Internacional de Editores Científicos, Técnicos y Médicos -Elsevier, Springer Nature y Wiley, entre ellos – en forma de un Centro de Integridad, cuyos detalles se mantienen en secreto para pescar por sorpresa a los transgresores, que disponen de una vasta panoplia de recursos como refrescar viejos papeles o circular en la red manuscritos que en apariencia provienen de instituciones legítimas.
Es una colosal y laboriosa y, por supuesto muy costosa, tarea de filtraje sistemático, porque la detección de fraudes en semejante masa informativa (¡sólo Springer Nature publica 400 mil documentos anualmente!) se acompaña en general de nuevos falsos positivos que deben ser revisados a su vez, mediante automatización o al azar y al ojo por ciento sujeto a los prejuicios humanos.
En ella serán útiles las orientaciones aprobadas por un Comité de Etica Pública, financiado por los editores sin intereses de lucro, aunque sus objetivos coliden con las presiones sobre los medios para airear más información relativa a desarrollos científicos que traen aparejados, naturalmente, copiosos beneficios económicos. Y lo que es peor, con el beneplácito de los propios usuarios, por una variedad enorme de razones, reveladas por una reciente encuesta, que van desde nuestra incapacidad para reconocer el engaño hasta la abulia para reaccionar ante patrañas como la astrología, por ejemplo, legitimando conceptos mágicos sobre la salud y promoviendo terapias pseudocientíficas.
Y, sin embargo, es ese el mismo público que debería respaldar la campaña desmitificadora, basada en la confianza vis a vis los editores y ésta en la transparencia de sus acciones. Como la iniciativa de la Academia de Ciencias china, aplaudida por Adam Day, director de la empresa de detección Papermill Alarm, de exhibir una lista de publicaciones que se sospechaba incluían materiales dudosos y cayeron casi a cero a la vuelta de pocos meses.
Algo similar, afirma Day, podría traducirse en un idéntico resultado aunque algunos observadores temen que entonces los documentos simplemente emigrarían a medios de menor impacto con menores recursos para efectuar la detección, pero parece obvio que el ataque bien coordinado de un batallón de diarios pondría en aprietos a los fabricantes de patrañas.
Varsovia, mayo de 2023
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