1861, año clave para la Ecología
1861 es una fecha clave para el debate climatológico y el avance de la ecología, escribe el periodista Peter Moore en el International New York Times, porque fue entonces cuando el físico irlandés John Tyndall presentó ante la Royal Society de Londres el resultado de sus estudios sobre la glaciación.
Ante una audiencia multitudinaria de la crema y nata de la intelectualidad, Tyndall refirió como condición indispensable para mantener una temperatura estable en el planeta que ciertos gases pudieran ser capaces de capturar el calor solar; que, según sus experimentos, el oxígeno, el hidrógeno y el nitrógeno exhibían poca capacidad mientras otros, particularmente el dióxido de carbono, absorbían cantidades sorprendentes de radiación.
Su conclusión lógica fue que mientras mayores fuesen las concentraciones de gas en la atmósfera, tendríamos temperaturas más elevadas.
Así, Tyndall habló por primera vez del efecto invernadero y echó las bases teóricas de la climatología mientras, a pocas cuadras de allí, el almirante Robert Fitzroy, jefe del Departamento de Meteorología recientemente creado por la Corona, estaba absorto en un audaz experimento…
Treinta años atrás, el veterano marino había comandado el legendario Beagle durante la travesía hasta el Cabo de Hornos y la Tierra de Fuego que hizo famoso a Charles Darwin y desde entonces concentró su curiosidad en los patrones del tiempo hasta llegar a predecir cambios atmosféricos repentinos.
Su interés no era exclusivamente académico, porque este interesante personaje, de linaje aristocrático, ya había exhibido una genuina preocupación por sus semejantes cuando la obstinada defensa de los derechos de los maoríes aborígenes contra la soberbia de los colonos ingleses abrevió su ejercicio como gobernador de Nueva Zelandia, y estimaba ofensivo que las inclemencias del tiempo continuaran azotando las costas de un país naval como el suyo, tragándose más de mil marineros año tras año, impunemente.
De vuelta en Londres e investido de la suficiente autoridad, el almirante Fitzroy, creó un servicio de reportes meteorológicos, capaz de detectar tormentas e informar por vía telegráfica a los puertos afectados para que izaran de inmediato una señal de alarma y, a medida que las advertencias fueron salvando vidas, así creció la fama del Oficial del Tiempo, como lo bautizó la prensa, aunque el combate no dejara de ser odioso.
Con la iglesia, desde luego, que rechazaba la pretensión de interferir con los designios divinos, con científicos que atacaban el carácter empírico de sus iniciativas, con parlamentarios que hallaban excesivo el gasto en telegramas, e incluso con el reto diplomático que implicaba ocultar sus hallazgos de Francia, entonces enemiga mortal de Albión. Sin mencionar que las predicciones no resultaban cien por ciento adecuadas.
Fue un agobio que, según afirma Moore, llegó a ser tan frustrante que, en la primavera de 1865, el pobre almirante se encerró en su cuarto, deprimido y enfermo y se cortó el pescuezo…
Después, como suele suceder, se le ha colmado de reconocimientos: la oficina meteorológica en Londres tiene ahora su sede en la Fitzroy Road, una de las zonas del servicio de pronósticos de la BBC fue bautizada en su honor, igual que un río en Australia, una fragata y un buque oceanográfico de la Marina Real, una supercomputadora de IBM, un pico en los confines de la Patagonia, una conífera norteamericana y una variedad de delfín que Darwin descubrió mientras viajaba a bordo del Beagle con el distinguido personaje.
Y, sin embargo, se lamenta Peter Moore, más de siglo y medio después de la clase magistral de Tyndall y de las primeras advertencias de tormentas, el oficio meteorológico sigue siendo criticado, con frecuencia, como costoso e impreciso, ignorando el sacrificio enorme que significó para el almirante Fitzroy su combate contra la ignorancia de su época.
Varsovia septiembre 2015.
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